Por aquello de las casualidades, volví a leer la obra más célebre de Jane Austen, exactamente diez años después de que me la obsequiara mi papá. Una de las experiencias más encantadoras para mí consiste en revisitar ciertos textos en etapas diferentes de mi vida y, por un momento, contemplar cómo los significados de las mismísimas palabras y las mismísimas páginas se han transformado. Voy a contarles qué pasó esta vez.
Orgullo y prejuicio es quizás la novela romántica más famosa del mundo occidental, adaptada a teatro, cine, televisión y cualquier otro medio narrativo. Posiblemente fuera de las intenciones de la autora, la historia relata primordialmente el impacto de la educación, no necesariamente el romance, en la vida de las mujeres.
La educación diferencia las ideas lógicas o absurdas, prácticas o sentimentales, sinceras y falsas de las protagonistas. Charlotte, Lydia, Mary, Kitty, Elizabeth, Jane, Georgiana, Caroline, Lady Catherine y Mrs. Bennet manifiestan diferentes alcances intelectuales, y sus consecuentes impresiones en el carácter.
La mejor educación no necesariamente acompaña un buen carácter, o un corazón bien intencionado. He ahí los contrastes entre una despiadada dama de dinero, una dulce y tímida heredera, una empobrecida chica pertinaz, y tantas otras que intervienen en la historia para lograr el cometido más importante para una fémina victoriana: un buen matrimonio. Los lectores contemporáneos difícilmente estarán de acuerdo con esta idea, pero veo a Jane Austen como una autora pre-feminista. La obra fue publicada con un pseudónimo masculino, y su recepción no estuvo libre de controversia.
Pero vuelvo ahora a la idea de la relectura contemporánea. Lo que más me impactó esta vez fue la idea del romance. La historia de Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy, y aquel odio paulatinamente convertido en amor, es imposible de escuchar sin sentirse al menos un poco identificado. Vivimos en una época de cinismo, una cultura del odio cultivada en las secciones de comentarios, las líneas de tuits, y la aparente urgencia de un botón de “no me gusta”. Encuentro cierta dulzura en la forma que Austen desnuda al orgullo en sus personajes y lentamente calla los prejuicios. Alguna vez percibimos una faceta, una frase, un mínimo gesto de una persona que completamente cambia nuestra idea de él, o ella. Quizás es esa la breve acción que nos vuelve amigos, o amantes, o enemigos, o nuevamente extraños. Volví a descubrir estas pequeñas acciones con tan grandes significados en la novela, y me sorprendió cómo forman un concepto más real del romance, más sincero y creíble que una sesión en el cuarto rojo del dolor, aun sin la atrevida mención de un solo beso en la mano.
En fin. Sé que muchos habrán leído esta novela en el colegio, o vieron las adaptaciones de 1995 y 2005, o quizás vieron El Diario de Bridget Jones. No se arrepentirán de releer Orgullo y prejuicio. Con el desdén que me inspira el próximo estreno de Pride and Prejudice and Zombies en 2016, al menos déjenme darles esa recomendación. Enamórense de estos complejos (y en ciertos casos acomplejados) personajes, y vean por sí mismos por qué, indudablemente, Jane Austen es la autora de un clásico de talla universal.
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