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Emma Bovary es indiscutiblemente una de las protagonistas más controversiales de la literatura. Nadie termina de acordar si ella es dulce o demoníaca, feminista o reprimida, fuerte o pusilánime. Luisa la detesta. Carmina la desprecia. Yo la amo.
Como cualquier clásico, el destino de Emma Bovary es un secreto a voces, como el suicidio de Julieta o el desahucio de Fantine. Emma, la eterna cazadora de romances, representa el descenso prohibido del ser al hedonismo. Emma, narcisista absoluta, descubre el universo absurdo del que emanan las esferas celestes de los poetas, los paraísos de los deseos y sueños que difícilmente pueden traducirse a la realidad. El espíritu etéreo de Emma impregna los objetos más mundanos: los libros, los encajes, los albaricoques que se convierten en símbolos de sensaciones sólo conocidas por el arte.
Y es que la mayor parte de las discusiones sobre la novela se enfocan en algo tan mundano: la infidelidad, en este caso plural, de la protagonista. Claro que hay una cuestión de moralidad, un pacto público de lealtad y amor, pero he llegado a pensar que la tragedia de la dulce Emma no es necesariamente la historia de miedo para azuzar a las mujeres lujuriosas. Emma, con sus excesos e impulsos, no es más que una representación del artista mismo.
Se dice que Flaubert solía referirse a sí mismo como Emma: una víctima de su circunstancia, en busca del más absoluto placer. El arte, especialmente literario, es una búsqueda de significados y sensaciones dentro de nosotros mismos. Especialmente, el arte con palabras y fábulas requiere esa exploración de la id, los sueños más cavernosos y húmedos que pueblan nuestra mente. He de decir que la ficción es una labor extraordinariamente solitaria: una travesía por los fantasmas del pasado y las ilusiones de un futuro que jamás se termina de formar. Emma, con sus pasiones inventadas y su necesidad del amor perfecto, perfectamente evoca esa desesperación que no da tregua.
Emma gradual y majestuosamente se despoja de sus lujos, sus afectos y su propio aliento. Ella es la tormenta perfecta: la unión perturbadora de belleza y destrucción. Por eso es tan fascinante verla, porque muere en el filo de aquella nota alta y escalofriante que termina también a Margarita Gautier, el estruendo de los rieles que acaba con Anna Karenina. Esa es acaso la finalidad del relato literario: la capacidad de llevarnos al borde de las emociones más intensas jamás sospechadas.
Angélica Quiñónez
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